viernes, 28 de marzo de 2014

El perverso experimento del profesor Zimbardo

El verano de 1971, Philip Zimbardo, profesor de psicología en la Universidad de Stanford, se dispuso a llevar a cabo un sencillo experimento en el que quería demostrar la frágil y delgada línea que separa el bien del mal.
Se conoció como “el experimento de la cárcel de Stanford” y lo que debía ser una prueba de conducta y resistencia humana acabó convirtiéndose en un perverso experimento, lleno de actos sádicos y crueles.
Los acontecimientos sucedieron del siguiente modo…
Philip Zimbardo planteó las siguientes cuestiones: ¿Qué sucede cuando se pone a personas buenas en un sitio malo? ¿La humanidad gana al mal, o el mal triunfa? Para poder dar con la solución buscó un buen número de estudiantes que estuviesen dispuestos a participar en este extraño a la vez que emocionante experimento.
Publicó un anunció en la prensa en el que ofrecía una gratificación de 15 dólares diarios a aquellos estudiantes que quisieran formar parte del estudio. Se presentaron setenta aspirantes de varias poblaciones cercanas y que nada tenían que ver con la Universidad de Stanford. Se les realizó una serie de tets y finalmente se seleccionaron a los 24 candidatos elegidos, a los que se dividió en dos grupos de 9, quedando 6 como reservas: unos serían los policías y los otros debían ser los reclusos.
La “cárcel de Stanford” estaba custodiada por un grupo de voluntarios a los que se les había uniformado, provisto de porras y gafas oscuras, con la intención de que no se les viera los ojos.
La mayoría de estos “policías” habían sido escogidos por sus tendencias pacifistas. Muchos de ellos pertenecían a movimientos hippies que por aquellos tiempos tenían como consigna y modo de vida el “haz el amor y no la guerra”.
Se les dio una serie de consignas de cómo debían tratar a los presos y la autoridad que debían ejercer sobre estos. Entre ellas estaba la de desnudarlos, burlarse de ellos, hacerlos sentir vejados… y se lo tomaron tan al pie de la letra que muchos llegaron a practicar una autentica y desproporcionada violencia psicológica.
A los reclusos se les roció con un espray antiparásitos, se les cortó el pelo y se les vistió con sacos, desprovistos de ropa interior. También se les obligó a llevar como gorro una media de mujer y sus tobillos arrastraban una pesada cadena. Con todo esto querían acelerar el proceso de hacerlos sentir humillados y que verdaderamente eran presos.
Zimbardo, con su experimento se proponía demostrar que cualquier persona a la que se le da una serie de instrucciones y se le expone a una situación límite es capaz de traspasar la línea que separa el bien del mal.

El segundo día se originaron los primeros problemas importantes. Algunos reclusos se quitaron los gorros y arrancaron los números identificativos que llevaban cosidos en el saco que utilizaban como vestido. Se sentían humillados y vejados por el trato desproporcionado que estaban recibiendo por parte de los carceleros.
Estos por su parte, cada vez se tomaban más en serio el papel que les había tocado representar, olvidándose de que se trataba de eso… de una representación.
Un grupo de presos organizaron un motín y fueron reprimidos de forma contundente, aislando a aquellos que encabezaron la rebelión y ofreciéndoles al resto pequeñas “recompensas” si obedecían a las autoridades y no se sumaban a la insumisión.
Los días iban pasando y algunos prisioneros empezaron a mostrar desórdenes emocionales agudos.
El experimento no pudo ser acabado. El 20 de agosto, seis días después de ponerse en marcha, tuvo que ser interrumpido después de que Christina Maslach, una doctora de la universidad y no familiarizada con el estudio que se estaba llevando a cabo, accedió a la “cárcel de Stanford” para realizar unas entrevistas tanto a los guardias como a los presos y dio cuenta de las pésimas condiciones en las que se hallaban. Escandalizada pidió que se diese por concluido el experimento.
La cincuentena de personas que habían estado observando todo el estudio desde fuera, a lo largo de aquellos días, se habían vuelto inmunes a todas las imágenes y comportamientos que se desarrollaban en el interior, viendo como “normal” lo que allí había estado sucediendo. La única que puso la voz de alarma fue la doctora Maslach.
En ese momento, el profesor Zimbardo decidió dar por finalizado uno de los estudios que más controversia ha levantado: “el experimento de la cárcel de Stanford”

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